miércoles, 26 de septiembre de 2012

GREGORIO, EL GRANDE



                        Gregorio nació grande. Era el más robusto de los bebés que esa mañana  desgarraron el aire con su primer llanto.
                        Y siguió siendo grande.
                        En su infancia, jugaba con sus amiguitos como si fuera un gigante bonachón; en su juventud, fue basquetbolista, y al llegar a la vejez, todavía era un tipo enorme, aunque ya se había comenzado a encorvar.
                        Esa leve declinación, pasó inadvertida durante algunos meses; pero luego, la corva se hizo tan notoria, que nadie se pudo desentender. Sus hijos, que lo visitaban de tanto en tanto en su casona de viudo, decidieron llevarlo al médico. El facultativo lo midió, lo peso, auscultó sus pulmones y le prescribió unas vitaminas; le aseguró a los hijos que no había nada malo en él, que sus huesos ya no eran los mismos, en fin, cosas de la edad.
                        Los hijos compraron las vitaminas, y Gregorio ya no siguió encorvándose. Pero, casi imperceptiblemente, su estatura comenzó a declinar; había días en los que encogía algunos centímetros, pero también había meses en los que parecía crecer. Y sin embargo, al cabo de un año, ya tenía el porte de un tipo normal. Para el invierno siguiente, sus nietos menores se encumbraron un palmo sobre él.                        
                        Dos años después, Gregorio no alcanzaba los cajones más altos de su armario y debía trepar a una silla cada vez que necesitaba cambiar una ampolleta. Miraba con nostalgia las fotos de sus tiempos basquetbolista, cuando tenía que agacharse en el rellano de la puerta para poder entrar.
                        Sus últimas semanas fueron tiempos de un achicamiento vertiginoso. Un día no alcanzó la mesa y debió resignarse a comer con los gatos, que sólo por respeto no le dieron cacería.
                        Un domingo cualquiera, uno de sus hijos recordó visitarlo; como no abrió la puerta, usó su propia llave; preocupado, lo buscó en todas las habitaciones, revisó el cuarto de baño y escudriñó en los roperos;  pasó frente a él muchas veces; pero había encogido tanto, que no lo pudo ver. Gregorio gritó con todas sus fuerzas, pero su voz era tan débil, que su hijo no lo oyó; quiso tirar de sus pantalones para llamar su atención, pero resultó una maniobra demasiado arriesgada, porque el zapato de su hijo no se estaba quieto y casi terminó aplastado por él.
                        Al día siguiente, las cosas parecieron volver a la normalidad. Alcanzaba las alacenas más altas sin mayor dificultad, pudo volver a comer en la mesa y los gatos habían vuelto a tener un tamaño razonable. Respiró hondo, lo más hondo que le permitieron sus gastados pulmones. Todo parecía más fresco y brillante… Pero el ruido de la calle era ensordecedor. Quiso ver de qué se trataba  y abrió la puerta principal; al principio no logró distinguir forma alguna; tuvo que alzar la vista para ver que la acera se había transformado en una selva de tacones enormes, suelas gigantescas y patas de palomas antediluvianas. Los escapes de los autos expectoraban nubes ensordecedoras, y sus ruedas hacían trepidaban el suelo.
                         Gregorio estaba petrificado, y apenas alcanzó a saltar hacía atrás, para esquivar los quelíceros de una araña, que lo atacó. Sin embargo, un crujir como de astillas y un dolor intenso en su costado, le impidió ver el rápido picoteo del gorrión que se llevó a su enemiga.
                        Intentó arrastrarse hasta el zaguán, pero éste se alejó como si lo succionara el horizonte. Ya no era capaz de distinguir formas; el mundo se convulsionaba como un cataclismo y los ruidos asemejaban una tempestad en el vientre de la tierra.
                        De pronto, un repentino huracán lo elevó por los aires, como si fuera una mota de polvo: el semáforo había guiñado una luz verde, y una motocicleta aceleraba en la avenida.


©René de la Barra Saralegui

sábado, 1 de septiembre de 2012

DEL MARASMO A LA INDIGNACIÓN


CUANDO NADA ERA POSIBLE, TODO ERA POSIBLE.



                               En los últimos períodos de la dictadura de Augusto Pinochet, se llegó a la conclusión que cualquier proyecto de sociedad futura, pasaba por la caída del tirano. Así de simple. Por lo tanto, dichos proyectos estaban supeditados al objetivo inmediato de derrocar al gobierno neoliberal y antidemocrático que éste encabezaba.
                               La manzana de la discordia, se transformó entonces, en el fruto de la concordia. Pinochet fue entronizado a un nivel que iba incluso más allá de sus propios sueños narcisistas. Ya no era sólo el obstáculo más evidente para cada uno de los proyectos de sociedad que se comentaban en sordina, sino que era el hecho político en sí; todo el quehacer de la política chilena giraba en torno a él; su caída, era el leitmotiv para la mayoría de la población; su permanencia, lo era, para la derecha.
                               De tal forma que la unidad contra la dictadura, se logra a partir de una suspensión. Se suspenden o dejan en suspenso, proyectos sociales que se debatían en las universidades, los partidos (al menos, en las bases, que no formaban parte de la aristocracia política chilena), los movimientos sociales, los hogares, y en general, con mayor o menos profundidad, en toda la sociedad chilena. En aquel entonces, no era lo mismo ser demócrata-cristiano que socialista; entre los socialistas, había un amplio abanico de miradas (con los respectivos caudillismos, por cierto); la Izquierda Cristiana tenía voz propia; el Partido Comunista tenía su propia perspectiva de la realidad, y existían una serie de otros movimientos menores, cuyo aporte no debía ser pasado por alto. Los proyectos de sociedad entonces, tenían, sin duda, diferencias, a menudo radicales; había puntos de encuentro y disenso, pero era lo esperable, y a nadie extrañaba.
                               Otra vertiente riquísima, en aquella época, quizá uno de los mayores objetos de debate, era la forma de lucha. Desde el postulado de la no violencia activa, hasta todas las formas de lucha, pasando por la desobediencia civil y el “copamiento de los centros de poder”, encontrábamos matices, que de alguna manera se vinculaban al proyecto de sociedad que se pretendía construir. Quizá aquí hubo un error transcendental. De alguna manera, cada proyecto se arrogo una única y definitiva forma de lucha. De este modo, usando la jerga de entonces, hubo sectores que quedaron con la impronta de “violentistas”; es cierto que para la dictadura, todo aquel que alzara la voz era considerado un violentista; quien lanzara panfletos, era un violentista; quien marchara por las calles, quien leyera un discurso e – incluso – quien usara un poncho artesanal, caía en la categoría de violentista. Sin embargo, no es en este sentido que la jerga de la dictadura hizo su verdadero daño; ninguna organización seria, ni una persona adecuadamente informada, podía tomarse en serio dicho argot, a menos que fuera parte del aparato represivo o de la indolente derecha de este país.
                               Sin embargo, cuando se margina a un sector de la sociedad, de los acuerdos para lograr la salida del dictador, en razón de que su forma de lucha no excluye la violencia – o más bien, la lucha armada, ya que la violencia puede ejercerse sin disparar un solo tiro; cuando se excluye a dichos sectores, se presupone que dicho grupo está dispuesto únicamente a la lucha armada. Y más aún, se vincula dicha opción de lucha al proyecto político o social de dicho grupo; se anquilosa la mirada, se congela el devenir y la etiqueta peyorativa se vuelve descriptiva. No me hago ilusiones retrospectivas; estoy claro que hay proyectos de sociedad que sólo se han logrado mantener por la coerción represiva. Pero esto no es privativo de un proyecto en específico; de hecho, Chile, que fue el primer país en adoptar las ideas de Friedman en su forma más pura, lo hizo bajo una tiranía; es ilusorio pensar que en una república pluripartidista, con sindicatos fuertes y una prensa relativamente libre, pudiera haberse instaurado una política económica que tiene a la desregulación del capital como uno de sus dogmas primigenios, sobre todo considerando la pérdida de puestos de trabajo, quiebra de empresas nacionales y abolición de las conquistas sociales que implicó.
                               Pero no nos apartemos de la argumentación inicial.
                               Veníamos diciendo que en el discurso, se fundió en un solo concepto al proyecto de izquierda con la violencia. Es necesario aclarar que cuando hablo de proyecto de izquierda, me refiero al proyecto político que entonces era de izquierda; hoy, probablemente, habría que revisar su calidad de izquierda. Se podrá argumentar que otros partidos políticos y movimientos sociales, compartían dicho proyecto de izquierda, y sin embargo, no defendían la lucha armada. Pues bien, justamente de eso se trata: no toda la izquierda compartía la tesis de la lucha armada. Pero nadie, al menos en las bases – insisto en ello – habría pensado que el método tuviera que ser privativo de un proyecto social; para decirlo de otro modo, nadie habría pensado que una salida pacífica tenía como corolario, un proyecto neoliberal. Sin embargo, eso fue lo que ocurrió.
                               Apareció, entonces, en este punto, el primer paso a la exclusión. Un referente de la izquierda fue marginado, toda vez que estaba dispuesto a la lucha armada si hubiera sido necesario (dentro de esa izquierda, lo sabemos, había grupos que ya habían comenzado a  transitar por esa vía, y sin embargo, habría que preguntarse seriamente si en realidad tuvieron un efecto tan marginal como se pretende hacer ver, y no fueron quizá catalizadores de los acuerdos posteriores). No puedo, hoy por hoy, respaldar esa forma de lucha; sin embargo, la Resistencia Francesa durante la ocupación nazi, las luchas de independencia en américa, la guerra civil de Estados Unidos, forman parte de las epopeyas que dieron forma a nuestra civilización; pero creo que nadie, hoy en día, denostaría la abolición de la esclavitud argumentando que se consiguió en forma violenta. Ni qué decir de nuestras efemérides.
                               El fin, sin duda, no debe justificar los medios, y el medio no debe transformarse en el fin. Pero presuponer que un fin está irremisiblemente subyugado a un medio, es – al menos desde mi punto de vista – interesado. Una manera de demonizar las ideas. Pero ocurrió. De ese modo, quienes proponían una alternativa socialista, de justicia social, terminan siendo identificados con la violencia. Y en la otra vereda, aparecen los “moderados”. Moderados en todo. Incluso en la ilusión. Porque una vez instalada esta lógica del discurso, pero no sólo por esta lógica, una parte de la izquierda (de las cúpulas, sobre todo) comienzan a llamarse renovados; vale decir, inofensivos. Inofensivos, no sólo porque no adscriben a todas las formas de lucha, sino sobre todo, porque no constituyen un peligro para el modelo neoliberal. Pero no es ese el término que se instala en el discurso, sino más bien la idea de pragmatismo. Y rápidamente, se abre paso la dicotomía ideología versus pragmatismo, como si el pragmatismo no fuera otra forma de ideología.
                               En este punto podemos advertir, que las fuerzas que se oponían a Pinochet, ya no levantan banderas propias; en un comienzo, se posponen los proyectos en pro de una unidad pragmática en la lucha contra el dictador. Ningún proyecto es viable mientras éste permanezca en el poder. Pero, inmediatamente, se excluye también a un sector de la izquierda, identificada con la lucha armada, o con la posibilidad de llegar utilizarla. Podemos asumir que en el contexto histórico en  que se da todo esto, era necesario dar garantías de buena conducta; curioso, en todo caso, tener que dar garantías de pacifismo frente a quien ostenta todo el poder bélico del país. Hablar de arsenales en manos de determinados movimientos de lucha, es casi anecdótico frente al aparato armado del estado. Y sin embargo, pienso que Pinochet le temía a dichos grupos, o más bien, a la posibilidad de crecimiento de aquellos. Le temían también la derecha chilena y la aristocracia política chilena. Sin embargo, no es algo que pueda argumentar en este momento. Sólo quiero dejar constancia que para dejar el poder, el dictador necesitaba garantías, las fuerzas armadas necesitaban garantías, la derecha necesitaba garantías; no es creíble, hoy por hoy, pensar que habrían permitido una vuelta a la democracia, si no hubiesen tenido la seguridad de no ser juzgados por las violaciones a los derechos humanos, pero sobre todo, sino hubiesen estado seguros de que el modelo económico se mantendría, en esencia, igual. De tal manera, que al vincular la violencia con un proyecto de izquierda, como si ésta fuera una condición necesaria para dicho proyecto y como si dicho proyecto no pudiera existir sin ella, se dio al traste con toda posibilidad de desarrollo diferente del sistema neo-liberal. De ahí en más, la izquierda autodenominada democrática, se había renovado; pero tenían que rendir examen. Desde entonces, hubo dos gobiernos socialistas: el sistema político engendrado por la dictadura, prácticamente no se vio afectado; en lo económico, en muchos aspectos, no hicieron sino profundizar el neoliberalismo, con más o menos subsidios a los más desposeídos. Aprobaron el examen, y con distinción. Porque a esa altura, ya no había banderas que defender; ya no había proyectos socialistas; sólo se trataba de disminuir el “daño colateral”. En el discurso, se había instalado el exitismo, el continuismo, en suma, la nada. No hubo más proyectos, no se pensó más la realidad. La Historia parecía haber llegado a su fin.[1]
                               Llegamos entonces a la paradoja de que cuando dictadura torturaba a quienes pensaban diferente; degollaba para dominar por el terror; asesinaba a quien alzaba la voz; reprimía brutalmente el menor descontento[2]; entonces, en aquellos tiempos en que todo era imposible, pensábamos que todo era posible. En cambio hoy, en un momento de la vida del país en que uno ya no teme por su vida cada vez plantea una idea, en que la información está al alcance de los teclados de millones de computadoras, en que los cortafuegos de INTERNET aún son de mal gusto, en que las redes sociales extienden casi al infinito las posibilidades de organizarse, hoy, que todo es posible, ya nada es posible.
                               Ese es el marasmo en que hemos vivimos.
                               Ese marasmo es indignante por si solo. Como si no hubiese más motivos para estar indignado.                              

                                                                                                                             Puerto Montt, 17 de julio de 2012


[1] Nota: No soy tan ingenuo como para no pensar que hubo otros factores que pesaron en la política chilena post dictatorial; la caída de los llamados socialismos reales, por ejemplo, fue un espaldarazo enorme para los defensores del neoliberalismo; sin embargo, el fracaso de aquellos sistemas no implica para nada el éxito del capitalismo tardío – aun así, nadie pareció advertirlo. Hoy en día, el mundo va de crisis en crisis, en tiempos en que campea el neoliberalismo; no hay muro de Berlín ni cortina de hierro… ¡Hasta los chinos son neoliberales! Y sin embargo, se sigue siendo “pragmático”, no se alzan banderas, no se construyen sueños. A esto llamo marasmo político, marasmo económico y marasmo social.
Nadie pareció advertir, tampoco, que la instauración de economías neoliberales en los países de la  antigua órbita soviética, no obedeció a ningún tipo de generación espontánea, ni mucho menos, una evolución natural desde un sistema fracasado a uno exitoso, sino que tuvo directa relación con el accionar de think thank, los organismos financieros internacionales, la codicia de las oligarquías de cada país y de las grandes corporaciones de capital transnacional.
[2] En los últimos dos años, el gobierno de derecha de Sebastián Piñera, responde al descontento ciudadano con un estilo pinochetista de represión; pero a pesar de lo salvaje, arbitraria, necia y desmedida que ha sido su forma de responder a las demandas ciudadanas,  no alcanza, ni parecen estar dadas las condiciones para que alcance, el nivel de atrocidad del terrorismo de estado de Pinochet. Sin embargo, la impronta genética es innegable. 


©René de la Barra Saralegui